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Descripción

ESTA NOCHE... VIENEN ROJOS Y AZULES, POR PEDRO F. MIRET
PALABRAS LIMINARES DE LUIS BUÑUEL
EDITORIAL SUDAMERICANA
ARGENTINA - 1972
208 PAGINAS
Miret era un plurivocacional, claro que de cualesquiera vocaciones, con tal que no fueran manidas. Fue arquitecto fantástico y truncó deliberadamente su carrera el día que se convenció de que nadie le patrocinaría su proyecto de edificios blandos; fue dibujante hábil para poner, en la escena del papel, cotidianidades misteriosas; fue un crítico musical, ágrafo en esa especialidad, que traidoramente negaba la misma música seria, que secretamente degustaba, pese a todo, y afirmaba que la única música que vale la pena, la única inmortal, es la chiflable, es decir la que uno puede interpretar chiflando; fue decorador extravagante de algún film, por ejemplo la no menos extravagante versión de Pedro Páramo que hizo Bolaños con el título de La media luna; fue escritor de los cuentos más extraterritoriales de la narrativa mexicana o de toda la de habla española; y, último y no menos importante, quizá su vocación más poderosa fue la de mirón deambulante, fascinado por los momentos muertos y los hoyos negros y los automatismos de la realidad común y corriente, si es que existe tal cosa.
Miret, escritor inclasificable, escritor de una gracuiosa, y finalmente experta, impericia. Nada tiene que ver con el Arte de las Letras, con los prestigios y las prestidigitaciones de la Escritura, de la Prosa, del Estilo. Escribe sin ningún cuidado de la forma, sin trabajar páginas intachables y bellas, frases resplandecientes de corrección y de gracia, astucias retóricas, gags ingeniosos, y a cambio de eso, como sin querer, se deja llevar por un nato don de narrador, de tusitala fatal, con una escritura inmediata, nada autocontemplativa, leal a la mera anotación de un hecho tras otro, de una cosa y otra y otra, en presente de indicativo, casi siempre en primera persona gramatical pero desde una rara suerte de yo desindividualizado, sin buscar significados, contenidos, moralejas, filosofías, psicologías, sin pretender construir una historia, pero nunca dejando de contar algo: pasa esto, veo aquello, hay tal cosa. Las más de las veces las situaciones de sus cuentos no tienen nada de anormal o misterioso, y sus personajes son tipos cualesquiera de los que ni siquiera podríamos decir que tienen posible biografía o visible rostro: más bien son presencias casi impersonales, siluetas en hueco a través de las cuales el escritor y luego el lector pueden colarse en el relato y hacer suyas sus peripecias. No sucede en principio nada fantástico, pero poco a poco una especie de otra realidad empieza a filtrarse en la narración a causa de un detalle un poco discordante o demasiado normal y acostumbrado, o por alguna cadena de repeticiones de hechos triviales, que nos llevan imperceptiblemente a un sentimiento de total extrañeza bajo cuya aparente, ocasional comicidad, puede haber algo muy inquietante.¿Cuentos fantásticos o de misterio o del absurdo o de humor negro? Una frase de un surrealista se ajustaría algo al mundo narrativo de Miret: “Existe otro mundo, pero se halla en éste”.
Quizá una de las cosas que pueden haber distanciado a Miret de sus muchos lectores en potencia es la persistente manía de llenar los relatos metiendo entre frases, oraciones, cláusulas, sus características y viciosas (pues ya tener carácter es tener un vicio) ráfagas de puntos suspensivos. Hay quienes le admiten eso a Louis Ferdinand Celine por la tensa energía de su prosa escrita como por un humano motor a explosión verbal. La prosa de Miret nunca es explosiva, en ella los puntos suspensivos son pequeñas anacrusas, como en la música (a lo que más se parecería la prosa de Miret, virtuosismos y preciosidades en menos, es a la música de Satie), son como los minutos o como los segundos que separan y a la vez comunican a un hecho respecto de otro, como los parpadeos de Buster Keaton cada vez que se asombra de ver a la realidad dimitir de sí misma, aquellas obturaciones y aperturas, aquellos flashes de la mirada que caradepalo Buster, gemelo espiritual de Miret, practicaba cuando se veía en una situación distinta, desconcertante o adversa. Porque, desde luego, todos los personajes de Miret son Miret y son tú y yo y son nadie. La efe misteriosa que Pedro ponía antes de su cabal apellido, quizá signifique fantasma. Ese fantasma es yo, tú, él, ninguno, nuestro semejante desemejante, nuestro habitual y desconocido hermano, a final de cuentas el sincero e hipócrita lector, o como quien dice Todoelmundo.
Leer, entrar en un cuento de Miret es entregarse a una experiencia nueva y que sólo lateral y como inevitablemente es literaria o estética. Abolido en el texto cualquier propósito filosófico, moral o formal, sólo queda el testimonio directo o reportaje de una aventura de extrañación de lo cotidiano. Lo cotidiano registrado “en bruto”, sin las claves que para racionalizarlo le imponemos para poder vivir la “vida de todos los días”, esa forma de existencia en la que, por ejemplo, estamos en nuestra hogareña sala, en el sillón de siempre, en el ambiente familiar, y estamos convencidos de que eso es la realidad; pero de pronto estamos allí mismo como por primera vez, como podría estar un marciano recién aterrizado e infiltrado en nuestro “ser” y enfundado en nuestra bata y nuestras zapatillas, y ya todo lo que suceda, aun cuando no suceda nada, será una progresiva, acelerada, desconcertante aventura que ha comenzado en el perímetro de esa sala y se ha extendido a toda la casa, a la calle, a la ciudad, al mundo. Narración nada más: sucede esto y esto y esto, y la mera sucesión de hechos, de accidentes, de actos, de miradas, de gestos, de pausas, de puntos suspensivos, de parpadeos, las aceleraciones, detenciones, deslizamientos, lentitudes, que nos hace recorrer Miret como en el palacio de las Sorpresas de una feria a la vez sórdida y magnífica, resultan en efecto una aventura prodigiosa que nunca abandona este mundo, esta realidad, esta existencia. Miret es un Gómez de la Serna sin greguerías, un Felisberto Hernández sin ensoñación, un Kafka sin símbolos ni significaciones, es sólo y nada menos Miret, nuestro desconocido hermano que nos olvidamos de ver en el espejo, el marciano que tenemos aguardando en el sotabanco de nosotros, y con el descaro de proponer lo ordinario y tranquilo como extraordinario e intranquilizante. Una poesía sin poesía puede desteñir de eso:
la señora de la casa nos dijo... “tengo algo muy especial que enseñarles, un espectáculo tan maravilloso que seguramente han visto tantas veces que ya no le prestan atención... apagó la luz, corrió las cortinas y dejó que por la ventana entraran los rayos de la luna... efectivamente a todos nos pareció maravilloso... pero al cabo de cinco minutos ya teníamos bastante...
En cambio, en los cuentos de Miret, y porque Miret nos contagia su mir(et)ada, nunca tenemos bastante.
La imagen más característica del personaje siempre uno y siempre distinto de Miret yo diría que es la de ese hombre del relato “Incursión”, una de sus pocas narraciones que se resignan a ser cuentos redondos: ese hombre cualquiera que la noche del sábado, después de bañarse, listo para acostarse y quizá leer un rato, mira casualmente por la ventana hacia las azoteas, en cuyo paisaje habitual ve un lejano anuncio luminoso nada extraordinario pero ilegible por la distancia, y, entonces, desnudo, sale por la escalera de servicio (quiere decirse que salgo, que sales por esa escalera), y comienza para él (para tí, para mí, para cualquiera) una expedición a través del desordenado ajedrez de las azoteas, de ese archipiélago de rectangulares isletas griseas, esa selva anodina de tendederos de ropa, antenas, tragaluces, chimeneas, una expedición sin nada particular, salvo todo, cada pequeña cosa, cada paso que damos, y mientras tanto nuestro cálido departamento, tan real, tan nuestro, con su sala y la bata y las pantuflas, se va quedando atrás, acaso irrecuperable ya, una Itaca perdida en la noche, porque esta es la aventura de un Ulises ordinario e irrisorio. Para reír o temblar, a escoger.
Yo sé que cada vez que vuelva a tomar un libro de Miret y descolgarme por sus puntos suspensivos estaré nuevamente en el anochecer marceño de Madrid, mirando simplemente el irse de la luz sobre la fachada del edificio de Correos (“la señora de la casa nos dijo... tengo algo muy especial que enseñarles”), o estaré en el elevador entre dos pisos, a la luz de unas velas, tras un terremoto (“noche de temblor, esc. 7,2”) charlando con Miret. Nuestra amistad es ya infinita, hasta que mi muerte, tramposamente posterior a la suya, nos separe definitivamente... y pienso todavía defenderme un poco.

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